TRABAJOS GALARDONADOS, XXVIII CONCURSO LITERARIO SOBRE «LA NAVAJA»

TRABAJOS GALARDONADOS, XXVIII CONCURSO LITERARIO SOBRE «LA NAVAJA»

Trabajos galardonados, XXVIII Concurso Literario sobre «la navaja», Juan José García Carbonell, 2017
 
  • Categoría de prosa, el primer premio Nácar y Carey,  del autor,  Juan Manuel Sainz Peña, procedente de Jerez de la Frontera  (Cádiz).

         “La muerte no existe. La gente solo muere cuando la olvidan”

Isabel Allende

Montejo del Arroyo. 1932

Mira Loli, de siete años, al hombre que lleva al cinto las navajas que vende cerca de la estación.

La chiquilla ha visto una que le gusta mucho. Tiene el cabo de carey y nácar, la virola y el rebaje de alpaca y la hoja de acero de Damasco. La hermana de Loli, Mariana, tres años mayor, le da la mano y se acercan a hablar con el hombre, que se llama Tomás.

La niña le dice al vendedor qué navaja quiere. El hombre le contesta que tiene muy buen gusto. También le dice que no debería venderles la navaja, pero conoce a la familia, que es del pueblo, de toda la vida, y sabe que no va a haber ningún problema, y menos aún cuando la pequeña le explica para qué la quiere.

Tomás mete la navaja en una caja verde de madera y se la da a Loli. Luego las dos hermanas se alejan calle abajo, las trenzas largas, las piernas blancas y flacas, la pena en el cuerpo y en el alma.

NÁCAR Y CAREY

El día que cumplo ochenta y cinco años, cierro despacio la antigua maleta. Al escuchar el «click» de los pestillos cromados sé que es el sonido del adiós. Luego echo un vistazo al dormitorio. Allí veo la mesita de noche y el armario abierto, de donde cuelga una percha solitaria, con su esqueleto famélico, de perro enfermo.

Todo se me antoja de una soledad que lastima. No quedan, sin embargo, recuerdos; los llevo en el corazón y en la cabeza.

Herminio, el conserje, me ayuda con mi equipaje y me acompaña hasta el taxi que ya espera cerca de la puerta. Luego me despido del portero con una carantoña maternal.

«Adiós», balbuceo con una mirada que en realidad es un «hasta siempre».

«A la estación», digo al taxista sin que en mis palabras pueda saberse si hay un halo de nostalgia o de alivio, de tristeza o resignación, de pena o alegría.

«A la estación», repito mentalmente mientras el chófer arranca y reviso por enésima vez que el billete de tren esté en mi bolso.

Montejo del Arroyo. 1931

Mientras sor Inés señala lo escrito en la pizarra con su caligrafía impecable y la clase es un coro de voces blancas recitando el abecedario, Loli mira distraída por la ventana que da a la plaza del pueblo. Desde allí puede ver a Juan, su padre, y al tío Antonio, junto a otros hombres, poniendo las guirnaldas en el templete y los hierros para la tómbola y la verbena.

Comparte la chiquilla pupitre con Rosario y Mari Camen, sus hermanas, mucho más aplicada que ella, y que recitan con entusiasmo hasta que las dos se percatan de que sor Inés vigila a Loli, que está muy lejos de la letanía de letras en la pizarra.

«Te vas a llevar un buen castigo, hermana. ¿No ves que sor Inés te está mirando?, dice Mari Carmen, que quiere ser pianista»

Deja la niña la distracción de la ventana tras la advertencia y toma el hilo de la lección antes de que la religiosa detenga la clase.

«be, ce, de, e, efe…»

Queda atrás el barrio. Mi barrio. El bar donde Paco, mi esposo, pasaba las tardes entre fichas de dominó y copas de vino. Queda atrás el parque, los niños llenando de gritos y carreras las tardes del estío. Queda atrás la carnicería, el colmado de Ricardo. La parroquia. Atrás queda todo.

Todo.

El taxi toma la avenida que lleva a la estación mientras la radio murmura y fuera el cielo se abrocha un abrigo de nubes plomizas que agrisan el paisaje.

Me miro las manos nervudas, las venas que serpentean azuladas; las dos alianzas del dedo anular. Luego cierro los ojos y siento que el corazón, mi viejo y enfermo corazón, se acelera a medida que me acerco a mi destino.

Hay en el aire de la casa olor a lavanda y romero. Mariana, la mayor, se ocupa de Loli, Rosario, María del Carmen y Cancio. La madre se ha esmerado para que los cinco vayan arreglados a la verbena.

La casa está cerca de la plaza, de manera que se cuela en el hogar el aroma de los buñuelos, el de los barquillos de miel y también el murmullo de la gente que empieza a llegar.

—Loli querrá barquillos, como siempre —dice María del Carmen, la cara aseada, el pelo rizado.

Saca la madre unas monedas y se las da a Mariana. Luego les deja marchar.

Hierve el aceite en los peroles, se enciende en final del día con la luz taciturna de diez o doce farolillos que dan colores a la tarde.

—Barquillos de miel —dice Loli —y el rostro le esplende como las luces para la fiesta, solo que más alegres y brillantes, aunque, bien lo sabe ella, lo que vale el barquillo se lo guardará.

Acepto la ayuda del taxista, quien me acompaña al andén, luego cobra su carrera y se marcha. Me quedo en medio de una nube de extraños, de maletas que, como la mía, aguardan en el suelo hasta que el tren aparezca. La megafonía avisa de la llegada de un cercanías y luego del tren que me llevará hasta mi destino, a cuatrocientos kilómetros de donde estoy ahora.

Al poco, la máquina se hace ver como un gigante fantástico. Corre una racha de viento y  la máquina se detiene con su pesado estruendo de hierro y acero. Abro mi bolso, compruebo el número del vagón y, después, subo a él despegando por última vez los pies de aquella tierra donde he pasado tantos años de mi vida, luego de que una joven se ofrezca a subirme la maleta.

Siempre me ha gustado mirar el paisaje por la ventanilla, incluso los polígonos industriales de naves abandonadas y pintadas, de camiones y básculas. Pero hoy no. Hoy todo lo que aparece a través del cristal se me antoja hostil, mientras el tren avanza, imperturbable, hacia la estación donde deberé bajarme.

Joaquín, subido en el pequeño templete, toca su viejo acordeón, que habla de otros tiempos, de melancolía. Los niños ríen mientras otros vecinos se saludan. Mariana, como un buen pastor, cuida de su redil. Las hermanas y Cancio miran los regalos de la tómbola. A sus ojos relucen como el más preciado de los tesoros: un par de muñecos, varios búcaros, algunas botellas de vino, piruletas gigantes o una radio y algunas navajas.

Mariana propone a sus hermanos comprarle a Loli su barquillo, pero Loli dice que no quiere barquillos ni nada. Lo que quiere es que le dé su moneda para meterla en su alcancía de barro.

—No quisiste churros ayer, ni el domingo pasado —le dice Cancio, que va a cumplir los once años  dentro de dos meses—. ¿Se puede saber para qué quieres el dinero?

—No te lo digo. Es una sorpresa.

Todos los viajeros, creo, tienen un motivo para convertirse en nómadas por un día, por unas horas. Cada maleta y cada billete es una razón para marcharse o para volver. Cada bolsa, cada equipaje, es una historia, una vida o, simplemente, unos días de vacaciones que guardar en el cajón de los recuerdos.

Yo pienso en mis motivos y no puedo evitar que, precisamente, mi destino sea, en realidad, el final del camino, del trayecto. Allí espera el pueblo, el pasado al que, lo queramos o no, siempre terminamos por volver.

¡Qué remedio! Sin hijos ni familia, acabo por entender que es mejor pasar el resto de  mis días —los pocos o muchos que me queden por vivir— en compañía.

«¿Qué piensas hacer ahí, tan sola, pudiendo estar aquí, conmigo? Ahora llega la Navidad, y antes las fiestas. Anda, no me seas cabezota y vente de una vez».

Y en esas estoy, con mi vieja maleta en el portaequipajes, esperando, lo mismo que el resto de pasajeros, llegar al final, mientras pasa el tren por las traviesas y las estaciones sin parada, igual que pasa el tiempo y la vida

Es la plaza del pueblo una fiesta que huele a fritanga y primavera que apenas nace en las flores de los naranjos. Joaquín sigue con los sones de su acordeón mientras el humo del aceite nubla las bombillas con sus luces raquíticas.

Las niñas hacen cola cerca del puesto de buñuelos. Loli no ha consentido gastarse el dinero en los barquillos de miel ni en ninguna otra cosa

La hora de la muerte es incierta, pero yo, la viajera solitaria, la de los ojos grises y el pelo cano, no necesito estar en el lecho, a punto de exhalar el último aliento, para recordar mi vida en fotogramas, lo mismo que en una película. A medida que se desgranan los kilómetros me veo delante de las partituras, delante del público o de mis hermanas, el cabello mojado y la bata, encarnado a Violetta de “La Traviata” en el salón de casa. Veo también a Paco, joven, apuesto, tomándome del brazo aquel Viernes Santo de mantilla y rosario, cuando nuestro noviazgo empezó. Y recuerdo el último adiós —prematuro— de  mi padre y de mi hermano; el nacimiento de mis sobrinos, el cabello que empezaba a argentarme las sienes.

Pellizca Loli la moneda con los dedos, la felicidad pintándole la cara mientras sus hermanas y Cancio hablan aunque ella no atiende porque imaginar su hucha llena la aleja de allí.

El tren, como la vida, se va llenando de ausencias. Los asientos quedan vacíos y, al menos en este viaje, las plazas no vuelven a ocuparse. Entonces echo la vista atrás y pienso en eso: en los que están ausentes; en los que partieron de la estación con destino hacia la eternidad. Mentalmente repaso a quienes ya no están en el vagón de mi vida. Sumo y sumo, y la cuenta es un resultado de silencios, de besos que ya no podrán ser, de abrazos devorados por el paso del tiempo; de manos inasibles que tomar para salir a pasear.

Avanza el tren. Se detiene en las estaciones la máquina y sus vagones, no paran las manillas ante las marquesinas donde se guarece la gente anónima; viajeros y gente que espera.

Cancio, como todos los años en esa tómbola y en alguna que otra de las fiestas de los pueblos vecinos, intentará ganar una de las navajas que se exponen en la rifa. Con su ilusión renovada paga los boletos pero, como casi siempre, no le toca el regalo que tanto desea. Tiene permiso de su padre para usar su colección de navajas cuando quiera, pero él quiere tener la suya; tallar con su herramienta un ajedrez completo para su tío Antonio. Es un niño aún, pero tiene una destreza fuera de lo corriente para la artesanía.

Se ha quedado el vagón completamente vacío y todo es silencio. Veo ya la estación. Por fin podré abrazar a mi hermana que espera.

Pasan las vías junto a la verbena. ¡Cómo ha cambiado! Sigue siendo pequeña, pero ahora hay una atracción moderna y ruidosa, algunas casetas y una tómbola llena de regalos vistosos. También hay humo de una churrería y un puesto de algodón dulce que exhibe sus nubes rosas de azúcar. ¿Y aquello? El tren va despacio pero logro verlo: es un puesto de barquillos de miel.

EPÍLOGO

―¿Qué dice? No la entiendo ―Mariana, sentada cerca de la cama, pregunta a su hijo Francisco, los ojos llorosos, y el semblante triste como la sombra de un ciprés.

―No lo sé, mamá, la tía Loli lleva así toda la mañana ―responde el hombre―. Dice algo de un tren y de un viaje. Ha mencionado a las tías. También al tío Paco y a los abuelos. Y a Cancio.

―Sí, eso lo he oído ―solloza Mariana.

Queda lejos, amortiguado por la distancia y la ventana cerrada, el murmullo de la verbena. Loli, tendida en la cama, una mano tomada por Mariana y la otra sobre el pecho, bisbisea palabras sueltas que no es posible entender. Tiene el rostro sereno aunque respira tan suave y con tan poca fuerza que apenas se nota.

El médico se ha marchado diciendo que ya no queda sino esperar y llorar lo que haga falta, que eso reconforta el cuerpo y el alma. Don Álvaro siempre tan cercano, tan comprensivo.

―Barquillos de miel, barquillos de miel ―dice con la voz vencida por esa vida que se extingue—. Barquillos de miel…

Ambos, madre e hijo, creen que es un delirio más, pero Loli, sacando fuerza de donde ya no hay, dice que quiere un barquillo de miel.

Mariana mira a su hijo. Éste enarca las cejas y se agacha a escuchar qué dice su tía.

―Tía, ¿qué quieres?

Ella alza la mano y toca la cara de su sobrino.

―Un barquillo de miel ―balbucea probando a sonreír.

Nuevas miradas. En mitad del silencio, el run run de la fiesta.

―Ve ―dice Mariana. Y su hijo mira a las dos mujeres y se marcha.

Ha atardecido ya cuando Francisco vuelve. En silencio saca el barquillo del papel donde está envuelto y se lo acerca a su tía, quien logra oler la oblea. Luego abre la boca como un pájaro y deja que su sobrino le meta un pedacito minúsculo en la boca.

Despacio, detenidas las manillas del reloj, Loli saborea aquello.

―¡Mari Carmen, Charo…! ¡Papá, mamá! ¡Paco. Tío Antonio! ¡Cancio, hermano!

Loli nota el sabor, dulce y tierno de la galleta deshacerse en su boca, y antes de que todo se vele recuerda ―o delira― con la tos de Cancio, con su rápido empeoramiento y con su muerte inesperada nueve días ante de su cumpleaños.

Luego se ve delante del cuchillero que le da, unos días después del entierro de su hermano, aquella navaja de nácar y carey, cerca de la estación. Después los pasos en silencio por el camposanto, junto a sus padres y sus hermanas hasta llegar a la tumba del niño, donde Loli se inclina para dejar la navaja para la que estuvo reuniendo tanto tiempo.

Feliz cumpleaños, balbucea.

Sentados en los escalones del templete esperan aquellos a quien Loli llama. Lleva sus trenzas y sus piernecitas pálidas. Un acordeón, lejos, deja escapar las notas de un pasodoble. Cancio talla figuritas con la navaja mientras sonríe. Hay luces de colores. Y humo. Y después, silencio.  

  • Categoría de verso, Filos de Adolescencia con el lema Reina Maud, del autor Juanma Velasco Centelles, de Benicássim (Castellón).

Filos de adolescencia

Hoy me he despertado adolescente,
con la boca reseca de recuerdos de veranos prescritos,
cuando cruzábamos estrechos levitando,
sin prestar atención a si era agua o voltaje la corriente;
nadábamos por encima de los cirros,
no importaba que fuéramos desnudos de metáforas hacia abajo;
sentíamos que la piel era pelaje,
las manos prototipos de banderas apátridas,
la decisión un dogma hormonado sin alquimias,
las fronteras quimeras, los besos acertijos,
los pulgares bazookas, las mejillas dos filos,
el alboroto de la sangre una coartada
para invadir una polonia cada tarde
que nos daba por parir, sin contracciones,
una manada de mitos con sabor a la hombría del vinagre.

Yo era, cuando los tiempos en los que el vello se extendía,
uno de esos gestores de sueños encofrados,
y cada junio, a finales, cuando acababa lo lectivo,
me convertía en exportador de tiempo y de legañas;
en casa rebosábamos de disciplina y ovejas
que mi padre pastoreaba todo el año, hasta con nieve,
el mismo  padre  que me investía pastor en mis veranos;
vivíamos en uno de esos pueblos sin notario,
uno de esos donde todavía hiela cada mayo;
yo quería ser explorador de estrellas subjuntivas
y en aquel retiro superlativo que expiden las montañas
me curtía en compañía de un rebaño que apenas si balaba
y de una navaja introspectiva que paliaba soledades.

Aquel mango como cátedra de mis destrezas iniciáticas
en la talla de esquinas de hayas desmembradas,
el filo ávido en busca de piedras aceradas,
lo elástico que hendía las vetas escogidas por mi instinto
de tallador de futuros sin ánimo de fama gratuita.
Recuerdo asir aquel mango pajizo y remansarme,
las limaduras sobrantes de carbono esparcidas por la hierba,
y que no siempre aparecía un David de algún pedazo,
sobre todo a comienzos de verano, reiniciado en pastoreos,
las manos todavía hibernadas en pericias escultóricas.

Yo prefería mochilas a los clásicos zurrones de mi padre
pero aquella navaja medio novia, medio hermana,
descansaba, cuando no estaba activa, en mi bolsillo izquierdo
y notaba su ergonomía, percibía su textura carismática,
su tacto me envalentonaba las intimidades;
me confortaba más ese añadido que pelar una manzana.

Algunos días, cuando lo terco se imponía,
brotaba de algún prisma imperfecto de carbono una estatuilla
con hechuras de soneto figurativo,
uno de esos que podías acariciar con manos y miradas,
y premiaba con un beso fingido a mi navaja románica
y encerraba la obra resultante bajo la cremallera
y silbaba más convincente de camino a casa,
con el orgullo subido y la expectación intacta
por descubrir el rostro de mi madre cuando se la presentara.

Por las tardes, con las ovejas olvidadas en establos,
regresaba el adolescente arrebatado
abanderando la cruzada de su sangre arbolada.
esa que nos impelía a seducir mares a la hora del rodeo
y a domesticar sus oleajes de cerveza,
a surfear sobre las madrugadas blancas,
a robarles gacelas a leopardos, tapires a jaguares;
tiempos en los que amábamos el whisky y la clorofila,
el semen y la lluvia, los tequilas sin sal;
cuando queríamos ser a la vez canción, violín, la orquesta misma.

Yo fui un niño-adolescente cosido a su navaja de verano,
hace ya de aquellos estíos de remembranza
medio siglo largo de vivencias relictas y cansadas;
ahora soy un viejo rebozado en su nostalgia introspectiva
que no colmó su sueño de astrofísico, sólo un súbdito más
en aquellas coordenadas históricas del letargo en libertades.

Conservo la navaja en el arcón de lo preciado,
mi vida cabe toda en un reducto encogido de madera;
algún día, cuando me acorrala el crespón del desencanto
lo abro y lagrimeo con tontuna de anciano
y ritualmente afilo, retrospectivo, la navaja,
por si acaso este temblor me desapareciera
y pudiera volver a tallar un arquetipo renovado
enclaustrado en una porción de haya imaginaria.

(Reina Maud)

 

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