Trabajos premiados, 2015. Concurso Literario » Juan José García Carbonell sobre «La Navaja»
Aquí puedes leer los trabajos premiados del XXVI Concurso Literario Juan José García Carbonell sobre la navaja.
Premiado en la categoría de verso, trabajo Herida que Huye con el lema Isabel, del autor Manuel Laespada Vizcaíno, de Manzanares (Ciudad Real).
Premiado en la categoría de prosa, trabajo Espantavillanos, del autor , Juan Manuel Sainz Peña, de Jerez de la Frontera (Cádiz).
categoría de verso: HERIDA QUE HUYE
Se llega hasta esa edad en la que el tiempo
es alfaguara y se precipita
como herida que huye. Es entonces
que el hombre se guarece en los refugios
primigenios,
cuando habitaba el agua por los cántaros,
cuando el gallo en vez de sueños desvelaba vidas,
la luna en los estanques
sonreía si piedras le lanzábamos,
y en los patios que un día se extinguieron
casi en silencio, como mariposas,
jugábamos a todos los asombros.
Y se busca en cajones donde duermen
recuerdos que nos duelen
y encontramos alpinos desconchados,
viejos recordatorios de alguna Comunión desconocida
fotos desiertas y una herida oculta…
y, tímida, florece,
una navaja antigua, antepasada,
que nos dejó el abuelo, sin sabernos decir
si de su padre o de su abuelo era.
El abuelo,
por las noches, al fuego, junto a la chimenea,
me esperaba.
Y yo, como libélula,
trepaba hasta esa almena corcel de sus rodillas
y, roca él, tan sabio, compartía conmigo
sus íntimos secretos, me narraba
–al tiempo que lustraba en sus calzones
el acero cordial de su navaja
hasta dejarlo próximo al azogue–,
que: Un amigo muy mío, un tal Quijano,
con el cual amurallo litigios y utopías
(al decir “utopías” aflautaba su voz
y arqueaba las cejas; y yo que no sabía
el exacto sentido de esa extraña palabra,
le miraba extasiado
y le tomaba, protector y cómplice,
esa, su mano, sarmentosa y recia),
subyuga a los gigantes y va en pos de aventuras
-como tú en el corral o trepando a la cámara-,
y todo por amor, por una dama
que le ha precipitado al embeleso.
El abuelo,
roble entonces, imploraba mi ayuda,
al tiempo que tomaba su navaja
y un trozo de madera; y esculpía
–con la caricia casi de la hoja–
el rostro de una virgen, una mano extendida,
un búho, un carricoche,
o a su amigo Quijano…
Y hablaba la madera, doy fe, ahora que el tiempo
le pone voz a todos los recuerdos.
Y él, con precisión del relojero
y su navaja amiga
destrenzaba los dédalos del mimbre
o apretaba un tornillo con la misma destreza
con la que rebanaba el pan agraz;
y después,
al ponerla a dormir en su bolsillo,
le hablaba con ternura (doy también fe de ello),
momento, siempre, en el que aprovechaba
para chantajearle con un beso
y pedirle, mimoso, su navaja.
A la hora del sueño
palmeaba mi espalda con tan firme promesa:
Si te vas a la cama, a lomos de la mula,
saldremos al encuentro de mi amigo,
y puede que él te deje su lanza o su montura,
o que yo te regale –mirada, guiño cómplice–
(y con el mismo tono que al decir “utopía”,
aflautaba su voz )
eso que tanto quieres.
Y ahora que hemos llegado
a esos años que el tiempo es alfaguara,
me busco en todo aquello que me queda de él:
aquellas, sus sentencias memorables,
sus canastos de mimbre, sus maderas con vida…
y su vieja navaja a la que siempre
vio inmaculada, pura,
y nunca consintió que ensuciaran su nombre
tachándola de arma.
Es más, a él le gustaba jugar con las palabras,
cambiar el paso de las consonantes:
por eso al referirse a su navaja
decía que guardaba en su bolsillo
un alma blanca.
Autor: Manuel Laespada Vizcaíno
Categoría de prosa: Espantavillanos
El vagón huele a ambientador y a humanidad. Hay muchos viajeros, gente anónima y soñolienta que ocupa los asientos que quedan libres o aguardan junto a la puerta para salir camino del trabajo o las clases. |
Se sienta junto a la ventanilla. A su lado hay un muchacho con la piel del color del carbón. Lleva puesto un chaquetón azul y vende cinturones y collares. Apenas se miran. Ella observa el paisaje urbano antes de que el tren se ponga en marcha.
Sangenjo. Pontevedra. Abril de 2004
Era una navaja vieja y modesta, de cachas de madera deslucida y aspecto frágil, con un esbozo de letras y números ilegibles tallados en ella. Estaba, además, muy estropeada. La hoja ruginosa ya no encajaba en la empuñadura. Nunca más lo haría. El acero estaba mellado, la punta rota y retorcida. Juan estaba convencido de que no era más que una baratija, un espantavillanos, pero de su colección de más de quinientas navajas, abrecartas, cuchillos y estiletes, era una de las pieza más preciadas. Se la había regalado Ana, su única nieta, de 14 años, y eso bastaba. La niña le había hecho llegar el regalo metido en una caja, junto a la carta que el abuelo leía cada día con la esperanza de poder ver pronto a la chiquilla y darle un abrazo.
—Te prometo, niña, que cuando vengas te voy a achuchar tanto y tan fuerte que querrás volverte a tu casa.
—Sabes que no, abuelo —decía ella riendo con cierto aire melancólico—. Estoy deseando oler esa colonia antigua que te regalo cada año y tanto te gusta.
Juan recordaba entonces el bote de Varon Dandy que Ana le regalaba todas las navidades. Y sus ojos, agrisados por los años, se empañaban lo mismo que el vaho en las ventanas. Luego el abuelo le decía “te quiero, rapaz” y colgaba el teléfono esperando que llegara ese día, el que por fin le permitiera abrazar a su nieta. Después tomaba la carta y la leía solo por tener la sensacíon, viendo la caligrafía, de que la niña estaba junto a él.
San Lorenzo de El Escorial. Finales de marzo de 2004
Querido abuelo:
¿Cómo estás? Espero que bien. Yo estoy mejor. Pronto saldré del hospital y podré ir a verte. La semana que viene me quitan los puntos. Aunque me asusté mucho por el dolor, me ha dicho el médico que sufrí un ataque de apendicitis, pero que ya no tendré más problemas con eso.
Aquí los días se hacen muy largos y aburridos y lo único que quiero es que papá y mamá me lleven a casa. Les he pedido que te echen al correo, junto a esta carta, una vieja navaja que conseguí en el Rastro, para que veas que me acuerdo de tu 87 cumpleaños y que te quiero. Imagino que no vale nada, aunque el tendero me insistió en que es una antigualla, que seguro perteneció a algún rey o un papa. Fíjate qué bobada, abuelo. Me vería joven y pensaría que, ademas de eso, era tonta del haba.
A mí la navajita me gustó por su sencillez y porque creo que no he visto en tu colección ninguna que se parezca…
Es fea la ciudad. Siempre se lo ha parecido, con tanto esqueleto de hormigón y forja; con tanta prisa; con tanto anonimato y tanto desconocido alrededor. El chico negro que se sienta a su lado le ofrece tímidamente algo de su mercancía. “Barato”, masculla colocándose un grueso collar al cuello, pero ella rehusa apretando instintivamente una rodilla contra la otra. Luego mira al fondo del vagón. Hay alguna maleta de viaje, mochilas y bolsas que la gente lleva consigo. Al poco cierra los ojos y acaricia lo que tiene sobre la falda antes de guardárselo en un boslillo. Es entonces, en la penumbra de los párpados entornados, cuando algo le golpea el pecho. Abre los ojos y no pasa nada, pero quiere bajarse. Un miedo atroz le invade.
Ya me gustaría ver tu cara cuando recibas la navaja en casa, pero por ahora no puedo viajar. Estoy cansada y hasta que pueda verte aún tienen que pasar unas cuantas semanas. Solo de pensarlo me pongo un poco triste, pero todo llega, dice mamá.Y tendrá razón,¿no? Eso sí, cuando recibas mi regalo me llamas, Pero prómeteme algo: si no te gusta, me lo dices. El del puesto donde la compré tenía más navajas. Yo te compro otra. Guardo algún dinero en mi hucha. Por ti, lo que sea, abuelo.
Cuento los días que me faltan para poder salir.Quiero estar contigo, pasear por la orilla del mar, que me cuentes otra vez cómo conociste a la abuela, respirar la libertad y la alegría que siento cuando estoy en tu casa. Quiero que me cuentes la historia de cada una de las navajas que tienes en tu colección, Te prometo que te llevaré la más bonita del mundo si es que esta no te gusta, ¿vale?
El miedo se alía con el presentimiento e, instintivamente, se levanta con la intención de bajarse en la próxima parada, que no es la suya. El vendedor va a decir algo pero no da tiempo. Una explosión salvaje parece sacudir los cimientos del Universo. Una lengua de fuego, metal y cuerpos despedazados recorre los vagones como en la peor de las pesadillas. Hay humo, llamas y todo se convierte en un paisaje de horror.
Cuando abre los ojos está tendida en el suelo. Hay sillones arrancados de cuajo, trozos de cosas que no identifica o no quiere identificar. A su lado está el joven negro. Respira pero está mal herido. La onda expansiva ha hecho volar toda su mercancía, pero el collar, que es de cuero y metal, se le ha enroscado —cruel burla del destino— en en el cuello con tal violencia que le lacera su piel morena, que brilla de sudor y sangre. No puede respirar.
—Ayuda, amiga —musita llorando—. Ayuda…
La muchacha no se siente herida, no nota otra cosa que el corazón golpeándole con brutalidad el pecho, aunque una brecha le abre una pierna desde el tobillo hasta la cadera.
Al fondo, como a kilómetros y kilómetros de distancia y no en los vagones en llamas, hay lamentos, aullidos y quejas.
—Ayuda… —repite el africano al borde de la asfixia.
Ya tengo ganas de salir de Madrid y saber que me acerco a tu casa. Quiero abrazarte. Quiero que me estrujes. Abuelo… si me ves un poco triste o llorando, no te preocupes. Dice el médico que suele pasar. No, no es que yo quiera estar así. A veces me ocurre y no lo puedo evitar. Pero estoy segura de que en cuanto te vea olvido todo y nos reiremos mucho juntos, como siempre…
Te mando un beso muy fuerte.
Te quiere, tu nieta.
Ana.
Trata de ponerse en pie pero le resulta imposible. Un zumbido salvaje parece horadarle los oídos. Arrastrándose entre los hierros y los cadáveres se acerca al joven, que respira a duras penas. Entonces se acuerda y con mil trabajos se mete la mano en el bolsillo. No puede perder tiempo: el vendedor se muere. Tantea con los dedos y encuentra la navajita. La abre y se la quiere dar, pero el muchacho ha perdido el conocimiento.
Hace calor. Arde todo. El vagón.
El mundo.
Suenan sirenas. Abre la navaja y se sube literalmente encima del africano. La hoja está más afilada de lo que creía, así que tiene que tener cuidado al cortar. Despacio, agotada y conmocionada, es capaz de ir sajando el cuero del collar. De pronto, exhausta y al borde del desmayo, las llamas invaden el vagón. Tiene que salir por el enorme hueco de una cristalera reventada por la explosíón.
Piensa en eso mientras agita la navaja de arriba abajo, entre el humo que le hace toser.
La cuchilla se dobla, cede… Le duelen los brazos y también la pierna. Llora. Finalmente el abalorio se parte por la mitad, el muchacho vuelve en sí, tose y mira a la niña esbozando algo remotamente parecido a una sonrisa antes de que unos brazos poderosos la saquen a ella y al joven del vagón.
*****
Tiene a sus padres a la orilla de la cama. Está sedada y le han colocado 98 puntos de sutura en la pierna, pero está bien, lo mismo que el vendedor de bagatelas, que pronto podrá volver a su casa en Vallecas, junto a su esposa embarazada.
—No quiero —les dice con inopinada firmeza, a pesar de las lágrimas que recorren sus mejillas—, que el abuelo sepa nada de esto. ¿Me lo prometéis? Y la navaja, ¿dónde está?
Los padres de Ana se miran.
—Está con tus cosas, Anita. Íbamos a tirarla. Está rot…
—No, mami —solloza—. Mándasela al abuelo. Cuando esté un poco mejor le escribo. Decidle que estoy con apendicitis o lo que sea, pero que no se entere —vuelve a sollozar quedamente.
—No… no le diremos nada, hija. Tú ahora descansa—. La madre trata de hablar con entereza pero la voz se le quiebra como una ramita seca.
—Buscad una cajita. Compré la navaja para el abuelo por su cumpleaños y para el abuelo es. Cuando le escriba se lo mandáis todo junto.
—Dicen —carraspeó el padre— que salvaste la vida a ese muchacho, Ana. —Pero la hija se encoge de hombros y niega con la cabeza porque aquel acto heroico le supone volver al vagón.
—Ni una palabra de esto al abuelo… Ni una palabra —musita antes de entregarse a un sueño que le aleja, al manos por un rato, del horror.
EPÍLOGO
424 AÑOS Y UN MES ANTES
Posada del Buen Suceso.Santa Marta. La Roda. 16 de febrero de 1580
La hermana Teresa se despertó con los olores tempranos del campo y el tamborileo incesante de la lluvia al caer sobre el tejado. Tendida sobre un modesto catre de heno, respiró profundamente el aroma de la tierra mojada y el pan con ajo y aceite que Francisco, el hospedero, preparaba para ella y sus dos acompañantes en la estancia contigua.
La hermana carmelita se levantó despacio, sacudiéndose, mientras bisbisaba preces, las hebras de hierba que se le habían pegado a su hábito. Luego tomó agua de una jofaina, se lavó la cara y las manos y salió sin hacer ruido adonde el ventero estaba preparando el desayuno.
—Buen día, hermano —dijo la religiosa.
—Bien temprano os levantáis —contestó Francisco alzando un momento la cabeza, para después seguir dándole vueltas a las rebanadas de la hogaza que se tostaba al fuego.
—Ya sabéis, hijo, que Dios ayuda a quien madruga. Además, ese olor despierta más que el sol en los ojos —sonrió la hermana Teresa señalando brevemente el pan que había tomado ya tintes de oro migado.
—¿Espera vuesarced a las otras hermanas o queréis acabar con el ayuno?
—Tomaré algo ya, si no es molestia —dijo la mujer.
El hospedero apartó un poco el pan y luego sirvió a su huésped dos rebanadas, ajo y un jarrito con aceite. Junto a todo eso, Francisco colocó un cuchillo y una pequeña navaja en la que Teresa enseguida reparó.
—¿Y esto? —preguntó tomando con cuidado la pieza.
—En mis ratos libres fabrico navajas. No son gran cosa, ya lo veis. He pensado… he pensado —repitió sin poder ocultar el rubor que arrebolaba sus carrillos— que os gustaría tenerla como recuerdo de vuestro paso por mi humilde casa.
La monja carmelita observó con detenimiento el presente. Era, en efecto, una navaja con las cachas de madera, sin apenas labrados ni filigranas; tan solo la fecha, 16 de febrero de 1580, y las iniciales del dueño de la hostería F.R.E, Francisco Ramos Espeso, tallada en la empuñadura. La hoja de acero estaba, empero, bien bruñida y afilada.
—Sois muy amable. No sé si debo aceptar…
—Os lo ruego —fueron las sencillas palabras de Francisco.
Teresa asintió complacida y soltando sobre la mesa el regalo, dijo:
—Gracias. Que Dios os lo pague. —Después la monja vertió el aceite sobre la rebanada ya templada de pan y comió en silencio.
—Podréis al menos —musitó el hombre antes de abandonar la pequeña cocina— recordar este lugar, hermana. Porque no creo que ni a vuesarced ni a nadie le sea nunca la navaja de gran utilidad.
Autor: Juan Manuel Sainz Peña