Concurso Literario “Juan José García Carbonell” sobre la Navaja 2013

Concurso Literario “Juan José García Carbonell” sobre la Navaja 2013

Aquí puedes leer los trabajos premiados del XXIV Concurso Literario Juan José García Carbonell sobre la navaja.

Categoría de prosa,  el premio ha sido para el trabajo Olor a boj,  del autor Ernesto Tubía Landeras.

 

Olor a boj

A mi tío Felipe Tubía Vega

Pequeña gran parte del Mediterráneo

 

      La escena olía a abandono y cierta decadencia, y en el ambiente espejeaban los estertores de una suerte de otoño que tras desflorar la primavera, trataba de sobrevivir a los primeros días del verano, era un final de junio atípico. En lo alto del cerro una brisa de mediodía, de esas que anunciaban la hora del recogimiento alrededor de la mesa, recorrió la ladera hasta inclinar las amapolas que rodeaban la casa en la que yo había crecido, y antes mi padre y mi abuelo. Era una de las típicas casas de la región, construidas con gruesas piedras y tejado de pizarra, que mantenían el calor fuera durante los breves meses cálidos, y lograban conservar en el interior el calor de la chimenea, durante los prolongados meses en los que el frío helaba los montes y el entusiasmo de los oriundos. Meses en los que la estabulación se hacía imprescindible, y la vida en aquellos pueblos de montaña se limitaba a alimentar a las bestias en los establos, y tratar de que los sabañones no conquistasen los pies de los aventurados labradores, que trataban de ganarle algún metro al invierno, golpeando con sus azadas las ingratas tierras de la sierra. Hombres como mi abuelo Julián, que hacía dos días había sido recogido por la misma tierra que había trabajado durante toda su longeva vida.

 

      Mi abuelo era uno de esos hombres que uno recuerda siempre como un anciano, como si nunca hubiera sido joven, e incluso en su tercera década de edad, ya comenzara a presentar rasgos de ese aspecto arrugado y rojizo, que le acompaño durante toda su existencia. Cuando le recordaba, me constaba hacerlo antes de que las horas en el campo le encorvaran la espalda y el frio le apergaminara las mejillas. Supongo que alguna vez tuvo toda una vida por delante, fue un joven enamorado de mi abuela Concha, a quien perseguía por la pedanía de Rincón del Glera, con un ramo de margaritas en la mano. E incluso fue un niño travieso, que correteaba entre las gallinas de su padre, mi bisabuelo Sinsulfo, haciendo que por el susto estuvieran tres días sin poner huevo alguno. Si alguna vez mi abuelo fue así empero, yo no conseguía recordarlo. En realidad, la imagen que me llegaba siempre a la cabeza, cada vez que trataba de recordar sus facciones o sus gestos más recurrentes, era junto a un enorme tocón de encina que presidía la entrada a la casa,  ya de anciano, con un pequeño trozo de boj en una mano, y su inseparable navaja en la otra.

Una estúpida discusión con mi padre, de la que probablemente ninguno de los dos recordaba el origen, había hecho que pasara los últimos diez años sin verle. Había pasado de ser un niño de trece años, que pasaba junto a su abuelo todos los veranos, aprendiendo ese tipo de cosas que solo pueden aprenderse de la sabiduría popular de quien vive en el campo, a ser un joven de veintitrés, que regresaba a ese pueblo, para enterrar a un anciano del que apenas recordaba breves rasgos, recuerdos nimbando en la memoria sin orden alguno, como si fueran un sinfín de piezas de puzle, incapaces de encajar unas con otras, para desvelarnos su significado final.

 

      Afortunadamente recordaba cada palabra, cada segundo, cada gesto de nuestro último encuentro, cómo no, sobre aquel tocón de encina. Era una tarde de julio, hacía calor, el abuelo había sacado un botijo que protegíamos con nuestra propia sombra y al que acudíamos de cuando en cuando para saciar nuestra sed, en el ambiente flotaba el adorable y suave aroma del trozo de boj que él sostenía en la mano, mientras con la navaja, afilada como las malas lenguas, repasaba la madera formando ribetes que caían constantes sobre sus pies. Aún no se podía apreciar en que se acabaría convirtiendo aquel simple trozo de madera, pero todo parecía indicar que sería un nuevo cuenco, uno de los muchos que se repartían por la cocina de su casa, repletos de semillas, frutas, especias y demás condimentos. Yo estaba sentado a su lado, alterando la mirada, ora hacia el pueblo que se mostraba resplandeciente bajo nosotros, ora a su hábil mano, que con destreza pasaba la navaja sobre la madera, creando una nueva viruta caracoleada, una nueva gota de lluvia ocre, que tras golpear sus castigadas botas, yacía silenciosa junto a muchas otras, esperando a que el viento las disgregara por la ladera.

–         ¿Por qué vives en este lugar tan triste, y tan alejado, abuelo?, ¿Por qué no vienes a la ciudad con nosotros?, ¿Por qué? – le instigué, tal y como tenía por costumbre hacer, cada vez que una duda me asaltaba y encontraba a mi lado, a un paciente adulto.

Mi abuelo, no respondió de inmediato, recogió el botijo, lo alzó, dejó caer un generoso chorro sobre su boca y después secó sus labios con la manga de la camisa. Tras refrescarse tomó de nuevo la navaja, rebanó una nueva viruta de boj y me asintió frunciendo el ceño, mientras trataba de esbozar algo parecido a una sonrisa.

–         Es aquí donde está nuestra historia, querido Mateo – me dijo, dando inicio a su respuesta, con su habitual tono de voz, pausado y sereno, como de maestro de escuela -. No solo mi historia, también la de tu padre, la de tu querida abuela Irene, que ahora nos ve desde el cielo, incluso la tuya propia – razonó, mientras otra viruta era separada del resto por el brillante filo de su navaja -. Desde este lugar, en lo alto del pueblo, puedo ver parte de toda nuestra vida. Cómo alejarme de aquí.

Durante unos segundos ambos guardamos un silencio tan espeso, que estoy seguro de que mi abuelo hubiera podido seccionarlo alargando su navaja. Él esperaba, supongo, una respuesta al inicio de su historia. Yo, sin embargo, ni siquiera había comprendido el inicio de lo que se aventuraba como una de las múltiples peroratas cargadas de conocimiento, de las que en la mayoría de los casos no sabía extraer su moraleja. Por eso esperaba con los ojos abiertos de par en par que siguiera hablando, como si las palabras fueran a salir de su boca como luces de neón, de esas que inundaban las noches de la gran ciudad en la que vivía, y que cuando pasaba los días con el abuelo en el pueblo se me antojaban tan lejana, como si pertenecieran a otro mundo, a uno mucho más frío y deshumanizado.

–         No sé si te entiendo abuelo – confesé cuando el silencio, solo roto por el siseo de la navaja a través de la madera, se tornó ensordecedor -.

Mi abuelo me regaló una sonrisa a la que la avanzada edad no le había logrado robar ni una sola pieza, y asintió con la cabeza, para después volcar la mirada sobre el pueblo que se extendía bajo nosotros. Una breve pedanía de apenas un centenar de casas, incluyendo el Consistorio y la Parroquia, que iba desde el margen zurdo del “Riachuelo de las preñadas”, que vete a saber por qué llamaban así, hasta la ladera del monte, donde la Parroquia de San Judas y la casa de mi abuelo, oteaban el resto de la villa. Extendió la mano que sujetaba la navaja, dejando un tajo a medias, y con ella señaló hacia donde el riachuelo formaba un meandro de aguas quietas y cristalinas.

–         ¿Ves el río, allí donde el agua se detiene?

Él sabía de antemano la respuesta. Aquel lugar era uno de mis rincones favoritos del pueblo, el único tramo del riachuelo donde uno podía bañarse tranquilo, y un lugar donde se podían cazar ranas, desde que eran poco más que renacuajos. Cuando tenía seis o siete años, hubiera jurado que aquel pequeño páramo de “Rincón del Glera” era el paraíso.

Asentí con la cabeza, y cuando le miré a los ojos, que seguían mirando hacía el lugar que me había indicado, le descubrí una mirada aguanosa, con los ojos velados por un sinfín de lágrimas. Una de ellas, gruesa, descendía lentamente por su mejilla arenosa. En una ocasión mi abuelo me había dicho que quien llora de verdad, llora lento. Así que incluso siendo tan joven, tuve la completa certeza de que lo que estaba a punto de contarme, le acariciaba el alma desde dentro, desde el lugar donde nacen las lágrimas sinceras, bien sean de alegría, tristeza, o como parecía ser la que surcaba con calma el rostro de mi abuelo, de nostalgia.

–         Allí – continuó mi abuelo -, en el mismo lugar donde te bañas cada verano, besé por primera vez a tu abuela. Eran otros tiempos, cuando un beso era algo más que un “juntar los morretes”, ya íbamos a casarnos la semana siguiente, no es como ahora, en que los jóvenes conocéis el sexo antes que el amor, por lo que ni valoráis el primero, ni comprendéis el segundo. Fue un beso mágico, nuestros labios apenas se unieron durante unos breves segundos, pero bastaron para que comprendiera que pasaría con esa mujer el resto de mi vida. Quién me iba a decir que una simple infección se la iba a llevar tan pronto. Al menos, mirando desde aquí el riachuelo, cierro los ojos y rememoro aquel beso, aquel simple y sencillo beso. Lo revivo una y otra vez, con tanta pasión que incluso siento su dulce sabor sobre los labios. ¿Dónde quedaría eso si me marchara de aquí?

¿Ves aquella casona casi derrumbada? – continuó de seguido, señalando esta vez una vieja casa de dos alturas, que yo siempre había conocido en un estado herrumbroso, con las paredes cubiertas por hiedra y el tejado a medio hundirse -.

Pues en los bajos de aquella casa estaba la taberna de Fonsito, el lugar donde jugábamos las partidas de mus los fines de semana. Fue ahí donde después de un órdago a chica, tu padre me dijo que quería irse a la ciudad, así, sin más, como quien dice que tiene sed o que va a pasar el fin de semana al raso en la sierra con los amigos.

Al llegar a este punto de la narración mi abuelo hizo un descanso, examinó el futuro cuenco de boj haciéndolo girar sobre una mano, y después lo posó sobre sus piernas junto a la navaja, para dar un nuevo trago del botijo. Me lo alargó y yo traté de imitarle, calando por completo la camiseta de “Bon Jovi” que mi madre me había comprado esa misma semana, por haber aprobado con nota los exámenes de fin de curso.

–         Cada vez que miró ahora hacia aquel lugar, hacia esa casa tan ruinosa, que bien pudiera ser el fiel reflejo de muchos de los que aquí seguimos, recuerdo que Amadeo me aceptó el órdago y ganamos la partida, que tu padre se levantó sin decir una palabra más y salió de la taberna de regreso a casa. Y también recuerdo que yo estuve un par de horas más allí sentado en la mesa, solo, aclarando de vez en cuando la garganta con un tintorro malísimo que Fonsito ofertaba como si fuera un “Muga”.

En aquel preciso instante supe que tu padre tenía que marcharse de “Rincón del Glera”, del recuerdo de una madre muerta, de un trabajo en el campo y con las bestias, que día a día se hacía más duro y menos gratificante. Pero sobre todo debía alejarse de la tristeza de un padre que poco a poco se iba consumiendo, transformándose en un anciano al que pocos alicientes le quedaban, salvo sentarse con una navaja en la mano, para transformar toscos troncos, en cucharas, cuencos y demás aperos.

Tu padre tenía que irse, pero yo todo lo que tengo, todo lo que soy, y todo lo que he sido, está aquí. Y puedo contemplarlo desde este lugar. Si me quitan esto, ya no tengo nada – finalizó con determinación en un susurro, apenas un hilo de voz que me llegó a duras penas, ayudado por la ingobernable brisa que seguía curvando las amapolas, arrancándoles sus endebles pétalos, creando volátiles cortinas rojizas que bailaban ante nosotros.

Se levantó y se alejó de donde yo me encontraba, no sin antes dejar protegido por el tocón sobre el que nos sentábamos, la navaja y el cuenco a medio terminar. La brisa me regaló el suave aroma de boj, tan característico, que servía de perfume para toda la casa de mi abuelo. Yo le vi marchar, encorvado, envejeciendo a cada paso, como si la conversación conmigo le hubiera envejecido varios años. Me sentí culpable por ello, sobre todo porque me sentía incapaz de comprender el calado de sus sinceras y sentidas palabras.

 

       Pasados los años, con el fantasma de mi abuelo y el abandono flotando en lo alto de aquella ladera, caminé con las manos en los bolsillos, mientras mis padres recogían las pocas pertenencias de valor que quedaban en la casa y alguna fotografía antigua. Para después clavar con una enorme estaca un cartel de “Se vende” con el número de móvil de mi padre, en la entrada de la casa, la que daba a la carretera por la que llegaban a la pedanía todos los turistas que habían convertido un tranquilo pueblo de la sierra, en un atolladero de adosados desordenados y Salas de fiesta veraniegas.

Al llegar al tocón de encina, movido por la certeza de que se encontraría en aquel lugar, me senté y eché la mano hacia donde otrora mi abuelo dejaba su navaja. Al sentir el cálido contacto de la cacha de madera en la yema de los dedos, un millón de sentimientos se hacinaron en mi interior, a la vez que las lágrimas acudían veloces a mi mirada, como avaros a una herencia. Saqué la navaja junto al trozo de boj que había dejado a medio terminar,  y el revelador aroma del boj me envolvió, aislándome del mundo.

Lo que sin duda estaba comenzando a tallar era uno de los muchos tirachinas que fabricaba, y que luego dejaba junto a un puñado de pequeñas piedras por todas las ventanas, y con los que conseguía por increíble que pareciera, ahuyentar a muchos de los gatos salvajes que se acercaban a su casa, por si el descuido de mi abuelo les permitía menguar el censo del gallinero. Abrí la navaja, que conservaba su filo intacto, y comencé a pasarla por la madera, levantando ribetes torpes y desiguales, que en unos pocos segundos estropearon el buen hacer, que mi abuelo dejara antaño a medio terminar.

Así, mientras sentía el familiar contacto de la cacha de madera en la mano, y las virutas de boj golpeaban con delicadeza mis Nike Air, me dediqué a contemplar la villa, o lo que quedaba de ella. Una innumerable sucesión de recuerdos llegaron a mi golpeándome la entereza, susurrándome la culpa del abandono sometido a mi abuelo, revelándome al fin lo que él quiso hacerme entender años atrás.

 

       Desde donde me encontraba observé la pared de la casa de Doña Mariola, con el muro magullado a apenas veinte centímetros del suelo, justo en el lugar donde golpeaba mi monopatín “Sancheski” cuando me deslizaba por la cuesta. Incluso cerrando los ojos, pude sentir el viento en mi rostro, como cuando bajaba a toda velocidad por aquella calle, tratando de frenar antes de llegar a la casa, con los talones de las zapatillas.

También seguía en pie la casa de Don Humberto, y el tejo de su jardín que presidía la entrada. La imagen de Inesita en ropa interior se me apareció como un fantasma del pasado, nimbando entre los recuerdos que se creen olvidados, pero que emergen cuando uno ya no los espera. Cuando llegaba la noche y el pueblo se recogía alrededor de las lumbres de sus hogares, yo, junto a Felipín y Jonás, los dos únicos chicos del pueblo que se acercaban a mi edad, trepábamos por las retorcidas ramas del tejo, hasta alcanzar la altura suficiente como para divisar la habitación de Inesita, que ajena a nuestras rijosas miradas, se desvestía con calma, mostrándonos atributos que aún nos eran extraños. Nosotros por aquel entonces rondaríamos los once o doce años, y aunque ya sabíamos qué era el sexo, estábamos lejos siquiera de sentir el abrazo de una persona del sexo opuesto, por lo que la imagen de Inesita despojándose del sujetador pobló nuestros momentos oníricos más lascivos, y sus correspondientes despertares más húmedos.

También encontré el fantasma de la huerta del tío Ovidio, convertido en un chalet de dos plantas con un enorme patio trasero, y una palmera, que por encontrarse fuera de lugar, se mostraba oscura y lánguida. Allí me colaba todos los inicios de verano, burlando a Bersi, su perro, para encaramarme al cerezo que presidía el centro de la huerta, dando buena cuenta de las cerezas gruesas y de pulpa crujiente, que crecían de forma profusa, dotando al frutal de un hermoso aspecto, que irradiaba vida y alegría. Solo un imbécil podía haber decidido arrancar aquel cerezo, para plantar en su lugar una estúpida y desubicada palmera.

 

      No sé cuánto tiempo pasé redescubriendo recuerdos, asomándome al balcón desde el que podía contemplar mi propia vida. A eso se refería mi abuelo cuando me habló sentado en aquel mismo lugar. Marcharse de allí significaba perder su propia vida, todo cuanto había amado se encontraba allí, al alcance de la mano, mientras con su navaja tallaba pequeños troncos de boj. Puede que su corazón se hubiera cansado de latir, pero no de sentir, y desde aquel lugar se oteaban un millón de rincones que reverdecían otros tantos sentimientos.

      Rompí a llorar, y lo hice como un niño, y no como el adulto que ya era. Había seguido pasando la navaja de forma mecánica por el incompleto tirachinas, que mi nula destreza hizo que ya jamás completase su transformación. Miré en derredor y descubrí no menos de una docena de pequeños troncos de boj, con los que podría seguir practicando, porque si tan solo una certeza de había alcanzado era que no podía dejar aquel lugar, que no podía alejarme de mi propia historia. Al menos, no de forma definitiva.

Me levanté, hundí la punta de la navaja en el asiento y salí en dirección a la entrada, donde el cartel de “Se Vende” se mostraba orgulloso. La primera patada partió el travesaño, y con los siguientes puntapiés, puede que fueran tres o trescientos, no lo recuerdo, convertí el tablero en un rompecabezas imposible.

Mi padre me miró de hito en hito, con gesto confuso, pero al cabo de no más de unos segundos supo interpretar mi mirada, y dedicó los siguientes minutos a regresar las antiguas fotografías al interior de la casa, y a encender una lumbre que nos protegiera del fresco cuando comenzara a anochecer.

Yo regresé al asiento de encina, extraje la navaja, agarré un nuevo trozo de boj y, antes de darle el primero de los cortes me lo llevé a la nariz aspirando con fuerza. Hasta los recuerdos y la redención tienen su propio aroma.

 

Categoría de verso,  el premio ha sido para el trabajo El Legado, con el lema “Infinitesimal”, de la autora Yose Álvarez-Mesa.

EL LEGADO

(A la navaja del abuelo)

Por: Yose Álvarez-Mesa

 

 

Tienes alma de pájaro y cuerpo de sirena

y en tu perfil punzante hay raigambre de siglos.

 

Cuánto tiempo en letargo,

cuántos años henchidos de recuerdos de infancia

que se han ido borrando con el soplo del viento

entre las estaciones desprovistas de huellas.

 

El filo de tu carne es como el tacto sedoso del invierno

que hace guiños al sol

y tu vestido blanco es nieve en mis retinas.

 

Cuánto tiempo has estado oculta entre mis ámbitos,

ofrenda del pasado que duele destapar.

Cuánto tiempo durmiendo ese sopor de arena.

 

Tienes alma de pájaro, y al abrir tu coraza

un brillo de nostalgia se enreda entre mis dedos.

Rezuman los pasillos picotazos de musgo

y un aleteo encubre los ácidos reproches del mutismo.

 

Hoy renaces al aire como un hada de ayeres desvelados,

renaces como espejo de mis primeros sueños

que refleja en su faz las ganas de volver

a tener esperanzas.

 

En ti todas las cosas parecen  detenerse:

las aguas de aquel río,

el vuelo danzarín de la hojarasca,

aquellas noches mágicas de pan de hogaza y queso

sustentando el abrazo de cielos y horizontes.

 

Cuánto tiempo de aquello, y hoy has aparecido

al fondo de un cajón,  perdida en añoranzas,

con el filo cubierto de recuerdos

y el corazón de acero empapado en presagios.

 

Tienes alma de pájaro que disfruta volviendo

al redil de unas horas que necesitan alas,

necesitan razones para seguir en ruta,

necesitan el germen de aquellos despertares.

 

Vierto en tu empuñadura las fuerzas que me restan,

unas fuerzas mermadas, adheridas al cauce

de lo que tu presencia

significa hoy por hoy desde aquel siempre.

 

Y empuño este presente que empezaba a estafarme

con la paz que me brinda el porqué de tu herencia,

el porqué de ese alguien que mira desde lejos

y me ve acariciándote igual que cuando puso

en mis manos tu nacarada piel.

 

Cuánto tiempo olvidando,

cuanto tiempo negándome a soportar su ausencia

para evitar la herida

(aunque olvidar provoque una herida peor).

 

Tienes alma de pájaro como tenías entonces

y hoy quiero devolverte tu lugar en la casa,

(su sitio en mi memoria),

quiero verte amputar el frío y la orfandad

y rasgar el vacío que ha dejado su sombra.

 

Tu desnudez me llena de resquicios y ráfagas,

tu contacto reescribe un viejo réquiem.

Siento que nada duele cuando rozo tus bordes

porque aún noto al tocarte las huellas de sus dedos.

 

De pronto siento en mí la luz de su talante,

sus risas y sus gestos, sus momentos de nata,

las palabras que fueron su mayor patrimonio,

las tardes junto al río de pescar ilusiones y eviscerar proyectos

y las noches de cielos y horizontes blindados.

 

Tienes alma de pájaro y cuerpo de sirena

y tus hechuras huelen a pan de hogaza y queso.

 

 

 Patrocinador

Oloraboj.pdf
ellegado.pdf

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